Era un concierto de música culta y renacían las fuerzas ocultas de los antiguos maestros geniales, de los eternos, de los inmortales. Era un concierto, era el goce más fino, era un contacto con algo divino. Era solemne, era casi sagrado, era un placer de lo más elevado. Flautas, violines, trompetas, platillos, sonaban entre corbatas, anillos, entre bolsillos rellenos de plata, entre las llaves de algún colachata. Entre collares, pelucas, colgantes, entre tapados de piel, entre guantes; entre abogados y algún escribano y dos o tres profesoras de piano. La gente oía con mucho entusiasmo: estaban todos al borde del pasmo. Es que la música seria, la fina, le pone a uno la piel de gallina. Era profundo, era algo sublime. Decime vos, si no es cierto, decime, si el director a pesar de ser joven no era la imagen del propio Beethoven. Era el edén para los que asistían: sonaba justo como ellos querían, sonaba tan culto, tan elevado, que tuvo un triste fatal resultado. Porque de a poco la gente ascendía bajo el efecto del arte, subía. Iban en busca quizás de la altura correspondiente a esa música pura. Y las butacas quedaron vacías: toda la gente subía y subía, siempre más alto en el aire tomado por aquel arte supremo elevado. Mientras la orquesta seguía tocando, toda la gente se iba estrellando casi a la vez la cabeza en el techo, quedaban todos los cráneos deshechos. Y por la fuerza de los cabezazos se fue cayendo el teatro a pedazos. Toda la orquesta quedó sepultada, quedó enterrada, quedó mutilada. Y los oyentes seguían sin pausa subiendo, pero ya por otra causa: ya no era el arte que los elevaba, era la Muerte que se los llevaba.