Me levanto temprano, moribundo. Perezoso resucito, bienvenido al mundo. Con noticias asesinas me tomo el desayuno. Camino del trabajo, en el metro, aburrido vigilo las caras de los viajeros, compañeros en la rutina y en los bostezos. Y en el asiento de enfrente, un rostro de repente, claro ilumina el vagón. Esos gestos traen recuerdos de otros paisajes, otros tiempos, en los que una suerte mejor me conoció. No me atrevo a decir nada, no estoy seguro, aunque esos ojos, sin duda, son los suyos, más cargados de nostalgia, quizás más oscuros. Pero creo que eres tú y estás casi igual, tan hermosa como entonces, quizás más. Sigues pareciendo la chica más triste de la ciudad. Cuánto tiempo ha pasado desde los primeros errores, del interrogante en tu mirada. La ciudad gritaba y maldecía nuestros nombres, jóvenes promesas, no, no teníamos nada. Dejando en los portales los ecos de tus susurros, buscando cualquier rincón sin luz. "Agárrate de mi mano, que tengo miedo del futuro", y detrás de cada huida estabas tú, estabas tú. En las noches vacías en que regreso solo y malherido, todavía me arrepiento de haberte arrojado tan lejos de mi cuerpo. Y ahora que te encuentro, veo que aún arde la llama que encendiste. Nunca, nunca es tarde para nacer de nuevo, para amarte. Debo decirte algo antes de que te bajes de este sucio vagón y quede muerto, mirarte a los ojos, y tal vez recordarte, que antes de rendirnos fuimos eternos. Me levanto decidido y me acerco a ti, y algo en mi pecho se tensa, se rompe. "¿Cómo estás? Cuánto tiempo, ¿te acuerdas de mí?" Y una sonrisa tímida responde: "Perdone, pero creo que se ha equivocado". "Disculpe, señorita, me recuerda tanto a una mujer que conocí hace ya algunos años". Más viejo y más cansado vuelvo a mi asiento, aburrido vigilo las caras de los viajeros, compañeros en la rutina y en los bostezos.