Esa tarde se rompió de fiebre, aprisionada en lo sensible de mi piel -iba yo camino de tu casa, el sol escurría bajo mis pies-. “¡Mucho gusto, enfermo al conocerte!”, te dije, con calor, esa primera vez. Tú cocinabas en el horno un gran pastel para la fiesta de un francés; yo nunca pensé que, al convidarme, qué sorpresa iba a llevarme: toda la crema era para él. Retiré del campo el ego herido, y te dejé dormir, pendiendo de un reloj. Hasta el día en que me raspé un recuerdo, que estaba fijo a tu cintura, y me prendió. Conseguí llevarte a una reunión; tú me pediste una canción en español. Tomábamos ron del mismo vaso, cuando se quedó mi abrazo entre la puerta y tu adiós. Un día en que trataba de enterrarte, en una fila militante te encontré -ahogados de entusiasmo solidario, marchamos varias cuadras juntos, sin hablarnos-. Me esforcé en apenas saludarte; te molestó ese “¡camarada!” descortés. Y es que me he pasado el calendario en establecimiento diario de tu amor. Sin sueños, sin ilusión dorada: entre tú y yo no ha habido nada, como no sea esta canción.

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